
Llegamos a la isla Cartí. Me encontré con algo distinto a lo que me
había imaginado. Pensaba que iba a dormir bajo una palmera y a pocos metros del
mar. Pero para mi sorpresa me llevaron a un lugar donde había civilización. Nos
asignaron una cabaña para los dos. Tenía una cama y una hamaca. Sin dudas elegí
dormir en la cama. En realidad, esas “cabañas” son las casas de los indios
kunas que algunas las alquilan para turistas. Estábamos alojados en una isla
conviviendo con esa comunidad de indios. Jamás me imaginé esa situación. Estaba
muy contento, con curiosidad y con ganas de más acerca de ellos. Previo al
almuerzo Aarón nos dio unas palabras de bienvenida y nos hizo algunas
aclaraciones, como la que no se les puede sacar fotos a las mujeres sin su
previa autorización. Incluso te pueden llegar a cobrar un dólar. Estaba seguro
que iba a poder sacar muchas sin pagar un solo centavo.
Nunca en mi vida comí en tantas comidas seguidas arroz, ensalada y pollo
o pescado. Esa es la base de la alimentación kuna y por lo tanto en esos cuatro
días que pasamos con ellos comimos eso. No me quejaba, ya me había
acostumbrado, me gustaba y hasta repetía dos o tres veces por comida. Luego de
ese primer almuerzo hicimos la primera excursión. Fue a la isla Aguja. Donde
vivíamos nosotros no había playa, era como “la ciudad” a pesar de que no había
luz eléctrica, ni nada como en las ciudades que estamos acostumbrados a ver.
Cartí, esa isla “ciudad o pueblo” no medía más de unos 200m x 200m. Yo ya
estaba demasiado ansioso por ver esas islas, esas playas y ese mar paradisíaco
que tan famosas hacían a San Blas. Se dice que para creer algo hay que verlo.
Yo lo vi y doy fe que existe el paraíso. Este primer paraíso se llama Aguja. Ya
desde el bote y desde lejos se podía ver un conjunto de palmeras, algo blanco
que era la arena y un cambio brusco en el color del mar. A medida que me
acercaba más a la isla no podía creer lo que estaba viendo. La típica foto o
postal que uno imagina o sueña con conocer la tenía frente a mis ojos. La arena
no parecía arena, sino harina por lo blanco y lo fina. El agua era de un color
turquesa pero muy muy clarito y transparente. Bajé del cayuco (es el bote en el
que nos llevaban a las excursiones), dejé mi mochila, agarré un visor con
snorkel y me fui al mar. Era hermoso ver la cantidad de peces que había, la
variedad y el color que tenían.
Escrito por Matías Candel
[maticandel@hotmail.com]
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